martes, 5 de abril de 2005

El Papa contra Descartes

Justo Serna

Estos días de Semana Santa, mientras descansaba del ajetreo cotidiano, me embarqué en lo que los antiguos llamarían una lectura edificante. Me refiero a ‘Memoria e identidad’, de Juan Pablo II. ‘Memoria e identidad’ es un libro en el que se exponen en forma de diálogo las tesis principales del Papa recién fallecido. Lejos de reconciliarme con una figura decisiva en la política de nuestro tiempo, dicho volumen me distanció aún más de sus ideas. Lamento ser incorrecto en estos momentos, pero creo obrar con justicia con este breve escrutinio.

Es desolador que Juan Pablo II sostenga nociones históricas tan equivocadas en dicho volumen; es triste que quien ha tenido tanta influencia ‘práctica’ en el curso de Europa, ayudando al desplome del sovietismo, tenga unas ideas tan ultramontanas; es lamentable que quien luchó por la libertad del catolicismo en Polonia crea, en fin, que el rumbo de Occidente comenzó a perderse con el cartesianismo, con el cógito cartesiano, con el "pienso luego existo". Al racionalismo que se esfuerza en pensarse sin Dios, al hombre rebelde que se aúpa hasta su trono, le achacaba el Papa el espanto del siglo XX, las “ideologías del mal”, y ese reproche me hacía recordar algunas palabras del capítulo del Gran Inquisidor en ‘Los hermanos Karamazov’.

Escribe Dostoievski: “hay tres fuerzas, en la tierra, únicamente tres fuerzas que pueden vencer y cautivar por los siglos de los siglos la conciencia de estos canijos rebeldes, por su propia felicidad, y estas fuerzas son: el milagro, el misterio y la autoridad (...). Los hombres son como niños que se han amotinado en clase y han echado al maestro. Pero también se acabará el alborozo de los niños, y les costará caro. Demolerán los templos e inundarán de sangre la tierra. Mas, al fin, esos estúpidos niños se darán cuenta de que, aunque rebeldes, tienen pocas fuerzas, y son incapaces de resistir su propia sublevación”

La interpretación histórica de Juan Pablo II es decididamente reaccionaria y me recordaba también a la de Joseph de Maistre, aquel inteligentísimo retrógrado, aquel adversario acérrimo de la Ilustración que, siglo y pico después, aún provocaba el interés de Emil Cioran o de Isaiah Berlin. ¿Y por qué me la evoca? El Papa, como el saboyano, experimenta una gran añoranza del mundo medieval, un tiempo en que los creyentes vivían su fe "con su universalismo cristiano”, una “fe simple, fuerte y profunda”, sin dudas, sin incertidumbres, añade Juan Pablo II. Eran aquéllos unos viejos “buenos tiempos” que “fueron barridos por el Siglo de las Luces y el iluminismo”, una concepción que “se opuso a aquello que Europa era por efecto de la evangelización". El Mal, a juicio de Juan Pablo II, habría tenido, sin embargo, un efecto positivo: haber funcionado como un castigo regenerador.

También para el antirrevolucionario Joseph de Maistre la Revolución francesa habría sido un acto paradójicamente milagroso. De hecho, no fueron los propios rebeldes quienes la habrían provocado, sino los mismos acontecimientos como “fuerza arrolladora” que escapa a la voluntad humana. Para Maistre, la revolución vendría a ser una suerte de prodigio en la medida en que sería directamente querida por Dios, el cual, por su parte, habría permitido que las fuerzas satánicas que vuelven insurrecto al hombre triunfasen temporalmente para así perderse.

Al haberse dado la irrupción desnuda del Mal, añade Maistre, habría podido desvelarse de manera providencial la corrupción inherente del racionalismo en que se fundaría. De ahí podría derivarse una regeneración catárquica: “Si ¡Dios! emplea los instrumentos más viles, es porque castiga para regenerar (...). Si la Providencia ‘borra’, es sin duda para ‘escribir de nuevo’ (...). Verdaderamente, se siente uno inclinado a creer que la Revolución política no es más que un objetivo secundario del gran plan que se desarrolla ante nosotros con una majestad terrible”. Es decir, el Mal sobreviene, pues, en un mundo ya corrupto como realización del proyecto moderno que niega a Dios. Sólo la vuelta a la esencia del catolicismo salvará a la Europa degradada: como Maistre, como Bonald, como Lamennais o como Cortés, entre otros, también Juan Pablo II se refugia en ‘Memoria e identidad’ en la nostalgia de una civilización católica inmune al contagio de los modernos, una cristiandad medieval de creyentes firmes, de hombres puros.

“La libertad, el librepensamiento y la ciencia”, escribe Dostoievski, “los conducirán a tal laberinto y los situarán en presencia de tales prodigios y misterios insolubles, que algunos hombres, los indomables y furiosos, se matarán a sí mismos; otros, indomables, pero poco fuertes, se matarán entre sí, y un tercer grupo, los que queden, débiles y desdichados, se arrastrarán a nuestros pies y clamarán: Sí, vosotros teníais razón, únicamente vosotros estabais en posesión de su misterio y volvemos a vosotros, ¡salvadnos de nosotros mismos!“

1 comentario:

Anónimo dijo...

Supongo que está instituido en periodismo describir la muerte del Papa con frases como "El mundo llora su muerte", pero somos muchos los que hemos suspirado de alivio por su muerte, que quizás aleje al Opus Dei de la política vaticana con sus siniestras tácticas.
De todas formas, sea quien sea el nuevo Papa, será un Cardenal elegido por ser ultramontano y simpatizante del Opus Dei o de los Legionarios de Cristo, no nos engañemos.